"La Familia: una página del Evangelio para nuestro tiempo"

martes, 11 de septiembre de 2012

Un valor, poco frecuente en nuestro día a día, la Humildad








Jesús nos dijo en Mateo 11:29 que aprendiéramos de Él a ser humildes, pero ¿qué significa ser humilde? 

La humildad es la actitud que reflejamos cuando no presumimos de nuestros logros, cuando reconocemos nuestros fracasos y debilidades y cuando actuamos sin orgullo.

Consiste en ser conscientes de nuestras limitaciones e insuficiencias y actuar en consecuencia.

Cuando somos humildes vemos las cosas como son, lo bueno como bueno, lo malo como malo. Por eso al actuar con humildad somos dignas de confianza, flexibles y adaptables, capaces de escuchar y aceptar a los demás, de dejar hacer y dejar ser. 





La humildad elimina el miedo y la inseguridad; nos sensibiliza a las verdades bíblicas que dan valor y sentido a la vida. Asimismo, la humildad destruye los muros de arrogancia y de orgullo que nos distancian de las personas. La humildad actúa suavemente en las fisuras, permitiendo el acercamiento.

Al ser humildes podemos adaptarnos a todos los ambientes por negativos que éstos sean y reflejaremos esa humildad en nuestra actitud, palabras y relaciones.

Al desarrollar la humildad en nuestras vidas tenemos la posibilidad de crear un ambiente cordial y confortable. Nuestras palabras estarán llenas de esencia y las expresaremos con buenos modales; incluso podemos hacer desaparecer la ira de otra persona, pues una palabra dicha con humildad tiene el significado de mil palabras.

La humildad consiste en reconocer que no somos "las mejores del mundo", en aceptar nuestros defectos y reconocer las virtudes de los otros. Sumando nuestras virtudes, podemos corregir juntos nuestros defectos. Humildad es un proceso mediante el cual aprendemos a amarnos y aceptarnos para lograr la felicidad y la armonía interna. 




Ser humilde significa sentirnos aptas para la vida y valiosas. Si somos humildes podemos ser personas racionales, realistas, intuitivas, creativas, independientes, flexibles, capaces de aceptar los cambios, de admitir y corregir nuestros errores; perseguir lo que nos proponemos y darnos cuenta de que tenemos todo para ser felices.

La humildad está enraizada en la aceptación incondicional de nosotras mismas como innatamente valiosas e importantes, a pesar de nuestras carencias y fracasos. 

Si somos humildes sabremos que todos estamos correlacionados y veremos la imagen de Dios en cada persona con la que establezcamos contacto, es decir, viviremos con una conciencia de hermandad.

Y también seremos conscientes de que nuestra vida es tan valiosa como la de los demás, más allá de lo que los otros digan y sin necesitar que otros nos reconozcan continuamente. Valoraremos el don de la vida sobre todas las cosas y aceptaremos nuestros propios defectos y limitaciones sin llegar a menospreciarnos o sentirnos lastimadas.

La humildad nos da la habilidad de vivir de manera consciente y activa el aquí y el ahora, perseverando a pesar de las dificultades, notando y corrigiendo errores, teniendo claridad de los valores que nos guían, siendo perceptivas de nuestras emociones.

La humildad nos lleva a asumir la responsabilidad de nosotras mismas, de la consecución de nuestros deseos, de nuestras elecciones y acciones, de nuestros compromisos, del manejo de nuestro tiempo, de nuestra conducta hacia otros y de nuestra felicidad personal.

La humildad nos enseña a respetar nuestro ser único e irrepetible, ser quienes somos abiertamente y tratarnos con respeto en todas nuestras relaciones, viviendo con propósito, utilizando nuestras facultades para conseguir las metas que nos hemos propuesto. 

La humildad se transparenta en nuestra conducta cuando ésta es congruente con los valores que declaramos y nos da la posibilidad de obedecer lo que Jesús también nos llamó a hacer: amar a nuestro prójimo como a nosotras mismas (Marcos 12:30-31); pues solamente la humildad y un amor genuino a Dios forja en nosotras el carácter necesario para poner en práctica dicho principio.




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